viernes, 24 de junio de 2011

El destructor de la humanidad, capítulo uno.

- Matémosle sin más.

- ¡Sí! ¡Matémosle de una vez!


La muchedumbre que inundaba la plaza, el pueblo entero al parecer, vociferaba con palos, piedras, e incluso alguna espada en la mano. Rodeaban a un hombre, que aparentaba no tener más de 30 pero al mismo tiempo, tenía un aspecto muy deteriorado que su vestimenta, una túnica negra tan envejecida como su rostro, no mejoraba. Aunque no llevaba puesta la capucha, se notaba por el aspecto de su pelo y por el tono de piel de su cabeza, exceptuando el rostro, que seguramente acostumbraba a llevarla puesta todo el tiempo. El hombre se encontraba arrodillado, con las manos atadas a la espalda. Y de la cuerda de su atadura salía otra que, rodeando la estatua del centro de la plaza que el hombre tenía a su espalda, le mantenía irremediablemente ligado a ella. Por no hablar de la soga que, unida a la estatua, rodeaba su cuello con un nudo corredizo que estaba lo suficientemente ajustado para que el menor movimiento le impidiese seguir respirando. La estatua representaba un ángel. Un ángel justiciero, o vengador quizás, que portaba en su mano una gran espada, que apuntaba casualmente al reo en lo que parecía a la par un juicio terrenal y divino. La expresión del ángel, realmente, aterraba. Una expresión que, siendo un ángel y por tanto supuestamente bueno, solo se explicaría si tuviese delante al mismo diablo. En el pueblo, e incluso en la ciudad de Senia, la más cercana pero que se encontraba a más de 4 días de viaje, más de 7 a pie, el ángel era conocido como Mihael el Redentor. Había incluso gente de la capital que recorría el largo camino hasta ahí solo para ver la estatua y regresar. Si tenían suerte, veían una ejecución. Y si no, algunos permanecían algunos días en el pueblo esperando una. De ahí que un pueblo tan pequeño contase con tantas posadas, siete en total contando las sucias e improvisadas camas del dueño de la cantina “el bebedero”, que, avaricioso como nadie, pasó a dormir en su propio local para convertir su casa, ya mal cuidada cuando él vivía en ella, en la pensión más desagradable que podía encontrarse a ese lado, y probablemente al otro, de las montañas. Pero también la más barata, por lo que su deplorable estado no mejoraba con el tipo de visitantes que habitualmente tenía. Claro que Jack, el avaro dueño, ya no dormía en su cantina. Hacía meses que había pasado a descansar en el cementerio de las afueras del pueblo.

Y es que esa no era una estatua corriente. Desde su aspecto, hasta su leyenda y la historia de su construcción, todo en ella era sorprendente. Tanto, que había quien no se creía una sola palabra. Su aspecto, y principalmente su rostro, era de un realismo tal que de tener los colores, y el tamaño, ya que solo la espada medía lo que dos buenas lanzas, fuesen los de una persona normal, parecería tener vida. De su construcción, se cuenta que unos 700 años atrás, cuando la población más cercana a ese punto se encontraba al otro lado de la segunda fila de montañas, a meses de travesía, un hombre, ciego, comenzó a esculpir una gran roca que salía del suelo como una gran torre de la naturaleza. La inscripción al pie de la estatua secunda esta historia. Claro que muchos opinan que la inscripción es posterior, de algún bromista. Aunque la increíble historia pasa a casi confirmarse por el hecho acaecido alrededor del año 483, el año 34 según el nuevo calendario imperial. Por aquel entonces no solo no existía el pueblo, sino que la ciudad más cercana era la capital, y ésta aún estaba en construcción. El nuevo príncipe envió exploradores a otear el interior de los anillos de montañas, y cuando uno de ellos llegó a donde estaba, ya erigida en su totalidad, la estatua, quedó tan sobrecogido que, al volver, solo pudo pronunciar una frase frente al príncipe antes de encerrarse en uno de los barracones y no salir de allí por 3 días. Pasados estos, se limitó a salir y, frente al palacio y con sus propios dedos, se arrancó los ojos asegurando que el imperio que se estaba fundando estaba condenado, entre gritos y lamentos. Murió desangrado, no antes de pasar varias horas sufriendo un insoportable dolor. Tirado en el suelo, retorciéndose, nadie le ayudó, ni tan siquiera a morir. El príncipe vio el espectáculo impasible mientras anunciaba que esa locura era la que esperaba a quien no cumpliese con su cometido en el reino. Sus ojos, después, fueron colocados en la fachada del palacio, en las cavidades oculares de la escultura de una gran ave mitológica, para que todos recordasen el suceso.

Y su leyenda no es menos escalofriante. Se dice que cuando se va a ejecutar a alguien es cuando su expresión muestra esa ira, esa rabia, y que el resto del tiempo permanece indiferente, o según algunos, sonriendo. Muchos dicen que al estar uno inundado por la ira, lo cual ocurre durante una ejecución al tener al reo enfrente, se ve ira en los demás. Aunque más difícil de explicar es el tema de la espada: tras cada ejecución, como último castigo o tal vez pasando del castigo humano al castigo divino, la espada de la estatua misteriosamente cae sobre la cabeza del condenado. Por eso el lugar de condena es siempre el mismo. Claro que tras incontables ejecutados, con sus incontables caídas de espada, había quienes comenzaban a pensar que el noble lo hacía deliberadamente, de alguna manera.

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